Tuviste cien oportunidades para decírselo a la cara, pero tenía que ser hoy en tu brutal momento. No otro, lo tenías pensado. Tenía que ser hoy o nunca. Quizá ya no podías más. Quizá ya no querías seguir así. Quizá de hecho, él se lo merecía hoy más que nunca.
Hoy es tu brutal momento.
Das pasos hasta el marco de aquella jodida puerta. Tres. Dos y uno. Ya estás. Le ves.
Él te mira con su gustoso angustioso desdén detrás de su mesa llena de papeles-problema.
Tú entras como un corderito sabiendo que él decide el día de la matanza.
Él mira como te sientas en su territorio y agachas la cabeza ojeando tus papeles del terror.
Tú buscas ese puto dato absurdo que él te ha pedido.
Él busca su momento reptil en el que escucha tu infausto dato.
Ese injusto momento de tragar.
Tú miras su cara de satisfacción tras echarte la enésima charla ruin. Es solo un gesto por su parte. Se siente poderoso.
Él mira tu cara de impotencia al no poder decir que no es tu culpa, aunque no sea tu culpa.
Y miles de millones de mecanismos químicos inversos a los normales, te producen una sensación infinitamente potente de adrenalina que consigues controlar. Y de repente un relámpago en forma de idea te aborda para no irse jamás.
Y te das la vuelta y le dices que todo esto es culpa suya. Le dices que él era el responsable de todo esto antes de que tú llegaras y que no es responsabilidad tuya. Le dices que además su jefe está enterado de esto y que le llamarán para consultar algunas cosas. Y esa incertidumbre le mata porque sabe que llevas razón.
Has reventado su mundo de poder en cuatro frases bien dichas. El cordero y su momento de morder.
Él calla y mal reacciona.
Tú te la has jugado en la matanza inversa.
Él notifica tu despido dentro de séis semanas.
Tú dentro de siete serás despedido.
El seguirá destruyendo vidas.
Tú habrás salvado la tuya.