Me subí a aquel dos caballos ya desconfiando de todo.
Me había hecho daño en aquellos últimos días del infame campamento de Salou al que iba.
Me llevaban al hospital para ver si me había roto un huesecillo tobillil.
Y allí estaba aquella monja dispuesta a llevarme. No recuerdo su nombre, pero vamos a llamarla de esta manera: ángel del puto infierno.
La monja era la típica viejilla con mala leche, con gafas de cristal de telescopio espacial, que se ocupaba del orden de los comedores. No dudaba en percutir gaznates con una cuchara de yogur a cualquier niño que le tocara la moral. De tres cucharadas el yogur. Era una de esas religiosas con violencia, cuyo estado natural es estar siempre a punto de liarla con lo que sea.